LA MUERTE EN EL MÉXICO PREHISPÁNICO | José Arturo Delgado

En ocasiones nos preguntamos qué fue primero ¿el rito o el mito?

Para ubicarnos mejor en esta concepción: en la memoria colectiva se tiene la creencia en fenómenos inexplicables asociados a la Naturaleza o que no tienen una explicación lógica; así surgen las leyendas y los mitos; del arraigo de estas creencias surgen los ritos, que se convierten en tradiciones que pasan de generación en generación.

Para los antiguos mexicanos, muchos años antes de la conquista, existían mitos que se convirtieron en ritos en torno a la muerte.

Se creía que el que fallecía viajaba al Mictlán o Lugar de los Muertos donde viviría eternamente. El miedo a perecer no sólo no era común, sino que se creía que era una virtud; las personas que fallecían se transformaban automáticamente en dioses y el fenecer representaba vivir eternamente; aunque no por este hecho todos pensaban en dejar de existir.

Grupos de guerreros, por ejemplo; consideraban morir en batalla como parte de un sacrificio a los dioses, siendo esta acción privilegio y cualidad de unos cuantos, lo cual podría significar también, alguna forma de manejo ideológico y ejercicios de poder, dentro de un grupo social.

Mictlán

Mictlán, significaba para los antiguos mexicanos ‘En la región de los muertos’, este sitio mitológico del más allá, consistía de nueve planos extendidos bajo la tierra y orientados hacia el norte; allá iban todos los que fallecían de muerte natural; quién moría tenía que cumplir toda una serie de pruebas en compañía de un perro que era incinerado junto con el cadáver de su amo.

Entre otras, las pruebas consistían en pasar por entre dos montes que chocaban uno con otro, atravesar un camino donde estaba una culebra, dejar atrás ocho páramos (lugares fríos y solitarios) y ocho collados (colinas o cerros) y desafiar un ‘fuerte’ viento.

Transcurridos cuatro años de éstos ‘caminos’, la ‘vida’ errante de los difuntos había terminado y podía atravesar un ancho y caudalosos río montado en su perro. Este animal que acompañaba al difunto tenía que ser bermejo (de color rojizo o paja).

Una vez terminado el viaje, el muerto podía presentarse ante Mictlantecutli (Señor de la muerte) y Mictecacihuatl (Señora de la muerte). Estos dioses del Mictlán, comparten la función de regir y administrar a los que han muerto.

En este lugar de la muerte, según la mitología, no existían puertas y ventanas. El México antiguo no temblaba ante Mictlantecutli; lo hacía ante esa incertidumbre que es la vida del hombre, la llamaban Tezcatlipoca. (Son varios los significados de esta palabra, las dos más aceptadas son: Los brujos y Dios de la noche. Este dios representa básicamente la maldad y por tanto, de las deidades más temidas).

Hoy en día podemos conocer la manifestación del culto a la muerte en las civilizaciones prehispánicas (como Miccahuitl); por medio de esculturas, pinturas, códices y leyendas, de los cuales se deduce que dicho culto, más que un ciclo era concebido como un proceso ritual basado en mitos dualistas como la lucha entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, el día y la noche, el frío y el calor.

Aquí cabe mencionar esta leyenda: Fray Bernardino de Sahagún (La Historia General de la Nueva España), describe a Tezcatlipoca como el dios de la fatalidad considerándolo una de las deidades más extrañas y enigmáticas que, como ninguna otra de las creaciones míticas de los mexicanos, parece sentir y pensar, convirtiéndose en un malvado profesional al participar en actos negativos como discordias, enemistades, condicionando guerras y fatalidades. Es un dios representado por un jaguar, que; como fiera y para poder asaltar al hombre de noche, devora al Sol, es el que priva al mundo de luz y calor, es el que lo sabe todo. Es también Yoalli Ehecatl (Viento Helado) ‘Sombra Gris’, su nombre significa ‘Espejo que humea’, ya que donde debería estar el pie que le falta lleva aquel funesto espejo, con el que ve todo lo que sucede en la Tierra.

En la antigüedad se le temía más a Tezcatlipoca como dios de la fatalidad y la maldad que a la propia muerte. Dentro de las creencias del México antiguo en torno a la vida eterna y la estratificación después de morir, puedo decir que de todas las culturas, la mexica, por su origen de pueblo guerrero; estaba ligada íntimamente al acto de morir.

Los aztecas o mexicas consideraban que el universo estaba integrado por dos planos, uno vertical y otro horizontal, en el punto donde se cruzaban estaba el centro u ‘ombligo’ del mundo y es ahí donde se encuentra localizado el Templo Mayor de los aztecas (en el Zócalo de la ciudad de México).

Por eso este lugar se considera sagrado; el mexica es el pueblo elegido, es el centro del Universo. Consideraban arriba como el nivel celeste y abajo el inframundo. En el primero hay trece cielos; empezando en donde están la luna y las nubes; en el segundo las estrellas, el tercero es el camino que sigue el sol diariamente; en el cuarto está Venus; por el quinto pasan los cometas; los siguientes tres se representan con colores; en el octavo se forman las tempestades; a partir del noveno se encuentran los dioses. El nivel inferior o inframundo, tiene nueve pasos antes de llegar al Mictlán (Mundo de los Muertos).

Dentro de las costumbres funerarias de los aztecas; al morir una persona se le doblaban las piernas en actitud de estar sentado, amarraban sus brazos y piernas firmemente al cuerpo, para depositarlos después en un lienzo acabado de tejer. Al cadáver le colocaban una piedra verde en la boca que simbolizaba el corazón del difunto, mismo que tendría que ser entregado a los dioses durante su camino al Mictlán, a continuación cosían el lienzo con el cadáver dentro y ataban a él un petate. Consideraban que después de transcurrir cuatro años de fallecer, el muerto llegaba su destino final, ocupando su lugar en el noveno inframundo donde reposará eternamente.

En una plaza conocida como Tzompantli, se preparaba una pira funeraria y colocaban el cadáver encima rodeado de objetos personales que el difunto poseyera en vida. En los Tzompantlis también se colocaban pilas de cráneos ya desencarnados, este lugar estaba consagrado única y exclusivamente a los muertos.

Hoy en día, en varias zonas arqueológicas de México como Tula, Teotihuacan o Templo Mayor (Zócalo de la Ciudad de México) se pueden apreciar los Tzompantlis decorados generalmente con cráneos de piedra en sus paredes laterales.

Por otra parte, en el calendario mexica existían dos meses dedicados a las conmemoraciones y festejos a los muertos, el primero de ellos era el noveno mes o fiesta para los ‘muertitos’, el segundo era celebrado el décimo mes y se dedicaba a los muertos adultos dentro de una gran fiesta, en esta fecha se sacrificaban un gran número de personas, dando a esta singular celebración un ‘toque’ de gran relevancia y significación.

La concepción que tenían los antiguos mexicanos de la muerte era diversa; ellos pensaban que al morir existía una metamorfosis o transformación, primero se convertían en sol, después en ave (generalmente en colibrí) y posteriormente llegaban al paraíso de Tláloc o Tlalocan. Esto dependía del género de muerte en que se abandonara la vida, los que morían sacrificados o en combate se convertían en compañeros del Sol, al igual que las mujeres que morían durante el parto y los que morían ahogados o de enfermedades hídricas (ocasionadas por el agua) iban a Tlalocan (lugar de Tláloc, dios del agua).

Cabe mencionar que en la época prehispánica no se tenían los conceptos de cielo e infierno; en otras culturas como la de los mayas del sureste de México, los señores escogían plataformas de sus templos para el reposo eterno, estas circundaban las tumbas de los gobernantes como muestra de honor y respeto, el cadáver se colocaba sentado en un ataúd de madera acompañado de ofrendas de cerámica y otros utensilios y bienes.

Como parte de esta ceremonia luctuosa, se sacrificaban de uno a tres individuos, generalmente niños y adolescentes que acompañarían en su ‘viaje’ al muerto. El difunto principal era rodeado por hermosos vasos funerarios, metales, bebidas y alimentos, así como los enseres para su preparación. El cadáver se adornaba con perlas, jade, garras de jaguar, incensarios de barro, algunos con adornos alusivos a la muerte así como tejidos finamente trabajados.

En la civilización del Petén, conocida también como cultura Tzakol, colocaban las tumbas junto a los templos y los palacios, formando enormes centros ceremoniales entre estelas y altares esculpidos, destaca la ‘Tumba Pintada’, en ella hay tres entierros, dos de ellos de adolescentes sacrificados para acompañar al personaje principal, un hombre sin cabeza ni brazos quien guarda, además de sus riquezas, un metate, una mano de metate y varias vasijas con alimentos, (una de ellas contenía una pequeña ave), esto reitera la creencia de que el alma debe ser alimentada en la otra vida.

Los conceptos en torno a la muerte varían según la región, por ejemplo: Chichén-Itzá fue conquistada por los toltecas, ellos dieron origen a los ritos de sacrificio humanos. En casi toda la zona del sureste de México aparecen figuras de Chacmool, que reclinadas recibían en su vientre los corazones de algunos sacrificados; en el Chichén-Itzá tolteca está el juego de pelota más grande de Mesoamérica, ahí podemos apreciar una plataforma grabada con cráneos humanos clavados en estacas por lo que algunos historiadores suponen que los perdedores del juego eran sacrificados, sin embargo otros opinan lo contrario.

En este mismo lugar se encuentra un cenote sagrado; allí, otra creencia en torno a la muerte, según los mayas: Los hombres que eran lanzados al cenote en sacrificio morían, por más que no los volvieran a ver. Según algunos investigadores las víctimas de estos sacrificios no eran hombres sino las esposas de los gobernantes o hermosas jóvenes vírgenes entregadas a Chac-Mool, dios de la Lluvia de los mayas.

A diferencia de los mexicas, los mayas temían a la muerte sobre todo porque creían que ningún muerto iba directamente a ningún paraíso, ya que existían muchos dioses según la diversidad de seres vivientes y cuatro más correspondientes a cada punto cardinal; esto debido a que varias deidades tenían su contraparte del sexo opuesto y porque todo lo astronómico vivía su transición de ultratumba, por ejemplo; ya que moría, pasaba debajo de la tierra y luego aparecía en los cielos.

También los infiernos tenían sus dioses, empezando por el de la Muerte, el Dios L, Gran Fumador y el Dios N, uno de los que sostenían la Tierra. finalmente, hay dos héroes gemelos, vencedores de los señores del averno, según el poema épico del Popol Vuh (conocido también como El Libro de las Tradiciones, perteneciente a la historia, literatura y religión del pueblo maya-quiché, escrito en 1557).

La representación de la dualidad Vida -Muerte se hace presente a finales del periodo clásico en Oaxaca (del 300 al 900 d. C.) donde se muestra con gran diversidad, la representación de la muerte. Varios materiales han sido encontrados en la elaboración de esculturas mortuorias, de entre ellas destacan: cristal de roca, arcilla y oro.

En las joyas encontradas en la tumba de Monte Albán llama la atención un pectoral de oro con la representación de un personaje que porta una máscara desencarnada. Del material cerámico sobresale una vasija cuya decoración es un esqueleto y en la mayoría de los códices encontramos dioses asociados a la muerte.

Podemos decir entonces que la muerte ha sido siempre algo sagrado; el mexicano, desde sus orígenes, tiene un idea muy particular en torno a la muerte, como por ejemplo; en la época prehispánica, el sentimiento de culpa que tenía como castigo la muerte, no estaba arraigado en el pensamiento de los antiguos mexicanos. La resurrección era algo cotidiano entre la ideología de las culturas precolombinas, el respeto a sus dioses y a la naturaleza predominaba dentro de un todo cosmogónico, para ellos, la muerte era parte de la vida.

¬José Arturo Delgado

Libro: Ritos y Mitos de la Muerte en México y otras culturas

Marco Antonio Gómez & José Arturo Delgado

Photo by Marv Watson /Unsplash

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