
La experiencia de pérdida y duelo son fundamentales en el desarrollo emocional de un ser humano. Sin embargo, hasta hace muy poco tiempo eran subestimadas, no sólo a nivel personal y familiar sino también por médico, psicólogos, psiquiatras y demás especialistas de la salud.
En los últimos años ha surgido una tendencia a reconocer el enorme valor emocional y psicológico que las pérdidas tienen, a estudiarlas y a comprender sus procesos, su curso natural y sus efectos en el ser humano.
Para comprender las pérdidas y el duelo subsiguiente es fundamental tener en cuenta que para sobrevivir física y emocionalmente el ser humano establece, desde que nace, poderosos vínculos de apego afectivo con aquellas personas a quienes lo unen necesidades, sentimientos e interacciones.
Las relaciones con ellas pueden ser verbales o no verbales, enriquecedoras o frustrantes, gratificantes o empobrecedoras, y aunque se dan a lo largo de toda la vida, las que se establecen tempranamente en la infancia cumplen un papel definitivo en la vida emocional del ser humano, por su intensidad y significado.
Cuanto más íntima, intensa e importante sea una relación afectiva para alguien, tanto mayor será el efecto devastador de su pérdida, ya sea esta definitiva —por la muerte— o por separación, abandono u otras circunstancias.
Así, la reacción ante una pérdida, que llamaremos duelo, será proporcional a la dimensión de lo perdido y al monto de afecto invertido en la relación, no al vínculo de consanguinidad o al rótulo que califique la relación (“esposos”, “hermanos”, “hijo o hija”, por ejemplo). Esto explica que para cierta persona la muerte de su madre constituya una experiencia psíquicamente demoledora, y a otra puede generarle muy poco dolor.
De igual manera, la muerte de un íntimo amigo puede representar para alguien un desplome emocional mucho más intenso que el que le ocasionó, meses antes, la muerte de un hermano que no revestía mayor importancia afectiva en su vida.
Tipos de pérdidas
Hay pérdidas físicas, tangibles, que se pueden tocar, por ejemplo, la muerte de la esposa, la cartera robada, la casa que se incendia… Pero también hay pérdidas simbólicas, aquellas que no son perceptibles externamente y cuya naturaleza es psicosocial, tales como la pérdida del estatus cuando un militar se retira del servicio activo, el divorcio, la pérdida de la independencia durante una enfermedad, la de la libertad en caso de secuestro o encarcelamiento, la pérdida de una ilusión, de un sueño, de partes nuestras muy valoradas, de la juventud, de la confianza o la seguridad ante la vida.
Del mismo modo, otras pérdidas son prácticamente necesarias para crecer: perder la situación paradisiaca de la vida uterina; la gratificación del ser cargado en brazos, cuando aprendemos a caminar; la seguridad del hogar, cuando ingresamos al colegio; la protegida infancia, cuando nos asomamos a la turbulenta adolescencia.
Otras pérdidas de este tipo son la de la mamá de dedicación exclusiva, cuando nace un hermano, el renunciar a las libertades y placeres de la soltería cuando se contrae matrimonio y, desde luego, las pérdidas físicas, emocionales, sexuales y sociales que el ir envejeciendo y la edad imponen.
El desconocimiento de la amplitud del término “pérdida” lleva a muchas personas a afirmar que jamás han tenido que hacer un duelo porque nadie en verdad significativo se les ha muerto aún.
En los casos que acabo de mencionar, a cada pérdida corresponde una ganancia, un logro; además, son experiencias que aunque traen dolor no se pueden evitar. Todas ellas implican una renuncia, un abandonar algo conocido y seguro para aceptar los retos que plantea el crecer y el alcanzar autonomía como persona.
Son experiencias universales y, sean o no reconocidas como pérdidas, de todas maneras generan una reacción emocional de deprivación y duelo. Pero nuestra sociedad es negadora del sufrimiento, del dolor, de la muerte y, por ende, de las pérdidas, muchas veces las ignora como experiencias significativas por las cuales todos, inevitablemente, tendremos que transitar.
Por este desconocimiento, no se nos enseña cómo perder, qué es natural sentir ante una pérdida y por qué. Al contrario, condicionamos a nuestros niños para que sean siempre ganadores, estableciéndoles muchas veces expectativas inalcanzables que generan una permanente sensación de frustración, de no estar nunca a la altura de las circunstancias, de no ser aceptados y queridos por lo que son, y que constituyen una lesión a la autoestima.
Aprender a perder constituye todo un reto: equivale a reconocer que la vida está compuesta no sólo de momentos gozosos; es admitir que así como hay épocas de primavera, también las hay de invierno, y que conocer lo que es un duelo y lo que podemos esperar de nosotros en los difíciles momentos de pérdida nos equipa emocionalmente con herramientas más útiles y adaptativas para afrontar la adversidad en el instante en que ella se presenta.
Desde luego, la muerte de un ser querido es quizás la pérdida emocional más grave para muchos seres humanos.
¬Isa Fonnegra de Jaramillo
Libro: De Cara a la Muerte
Photo by Ben White /Unsplash
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