
Normalmente, los niños pequeños lloran escandalosamente, como si su dolor o su frustración fueran únicos en el mundo. Pero hay un instante (se podría filmar) en que empiezan a llorar sin hacer ruido.
Hemos descrito ese instante purísimo, entrañado, de la «Primera Lágrima en Silencio»; esa qué, en el niño, tras un breve momento colgando de la pequeña copa diamantina de sus ojos, rueda, por fin, sigilosamente, por la mejilla encendida.
Y, en el estadio siguiente, es un brillo húmedo que le ilumina unos segundos la mirada, se adensa inmediatamente después en el borde de los párpados, destilando allí su pena, disipándose, sublimándose en sí misma.
Apenas dura unos segundos y casi siempre transcurre inadvertidamente.
Todos pasamos por esa primera vez, pero nadie se acuerda.
Las cámaras más precisas de vídeo no pueden aún recoger esa imagen; su sola presencia entorpecería e, incluso, impediría su desarrollo.
Esa «Lágrima en Silencio» significa que, desde entonces, el pequeño humano sabe que nadie, ni siquiera los seres que más le quieren, pueden evitar que sufra; más aún: no pueden llegar a sentir su dolor como propio.
Acceder al descubrimiento de la soledad del dolor
es tan doloroso como el dolor mismo y lo aumenta.
En la terrible mirada suplicante que el niño enfermito dirige a su madre o a su padre, no está solo la expresión del mero dolor físico sino la tremenda soledad, la inmensa perplejidad, de ver que ellos también lloran, que no pueden hacer nada por él.
El niño se da cuenta de que está solo con su dolor.
Entonces, el dolor se convierte en desgracia.
¬Carlos Cobo Medina
Libro: El Valor de Vivir
Photo: Tomada de la Web. Desconozco autor
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